Lata para el ojo
Recuerdo mirar de niño con especial concentración y una
mezcla de extraña y repugnante admiración, la amorfa estatua (si es que
califica como una) de la alameda Chabuca
Granda buscándole la forma de mujer, aunque en realidad lo que miraba era una
especie de ave (como un flamenco) que pegaba vuelo, de esos que dan los
saltadores de vallas en las olimpiadas y que tenía algo atorado en el cuello.
La estatua estaba día y noche. Pero era por la noche cuando
mirarla era más excitante donde la atmósfera de la alameda coincidía más con la
inútil y mítica criatura que mi hermano y yo creamos mientras compartíamos un
marciano. Los faros amarillentos, que nos pegaban en las nucas, le daban un
tono ferial y los ambulantes de comida ofrecían una cena llena de sabor y
cuestionable higiene, eso sí (recalco) de lo que uno no podía dudar era del
sabor, ese gustito único del aderezo de las butifarras de dos soles, el aroma
de la mazamorra de un sol y si pulseabas bien de setenta céntimos, el aceitito
de la morena de los anticuchos y el crocante dulzón del turrón del señor del
gorrito blanco que me decía que marque la chacana. Y todo esto acompañado del
humor; que si tenías tiempo, correa y dos soles, de los cómicos ambulantes en
las redondelas. Chistes rojos, dolor de barriga y tu turrón arequipay
asegurado.
Esa era la alameda, la que yo recuerdo ese pedazo de espacio
donde la complicidad, el humor, la comida (Dios la comida) y precios bajos (y
que bajos) se fundían en un ambiente que ahora está de moda. Ese poema
vanguardista sin márgenes ni reglas (Donde Darío y Dalí hubieran llorando a los
pies de mi ave mitológica) donde en cada esquina encontrabas al borde del rio Rímac
(lleno de basura) una pareja que se profesaba amor eterno, de lo cual los
pastrulos de la rivera eran testigos y bendecían. Ese caos que se levantó encima de unos polvos azules
ochentero que solo callaba cuando el tren se asomaba y entonces todos lo
miraban pasar cual caballero de
brillante armadura, a sus viejos y oxidados vagones que serenaba el festín
de todas las noches.
Diez años han pasado desde mi primera butifarra de la Señora
Marta y mi turrón Arequipay. Ahora ya encuentro la forma de esa gigantesca y roja
dama que baila una marinera eterna, con su pañuelo perenne al paso del tiempo.
Diez años donde el caos que resonaba cual cajón de callejón de jarana
victoriana, ahora suena a uno fichito y afinado de esos que toca Lucho
Quequesana y salen el Plustv (Lima siempre será caótica, es su precioso
encanto). Diez años desde que el bulto que tenía el ave mítica atorada en el
cuello tomo forma de cabeza de mozuela. Diez años que Lima se tornó pituca y de
moda, al igual que la alameda, donde con tres soles ya no compro ni un
mazamorra y todo los ambulantes van con sus uniformes impecables y sin gusto,
una alameda donde las butifarras ya no son de la Señora Marta, una donde los cómicos,
cual profetas de un pasado incierto, aún
se burlan de los valientes de las primeras filas y los novios se juran amor
eterno mientras los obreros de Vía Parque Rímac ahora los bendicen.
Si Lima al igual que Chabuca (la alameda) se viste de seda
pero espero que siempre mona se quede.
(La alameda aunque fichita sigue siendo un gran lugar para
pasear. Si vas a ver a los cómicos recomiendo que lleves sencillo, pues lo
necesitaras, y si vas con tu flaca ¡QUE NO TE VEAN!)
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