miércoles, 4 de junio de 2014

Del Puente a la Alameda

Lata para el ojo

Recuerdo mirar de niño con especial concentración y una mezcla de extraña y repugnante admiración, la amorfa estatua (si es que califica como una) de  la alameda Chabuca Granda buscándole la forma de mujer, aunque en realidad lo que miraba era una especie de ave (como un flamenco) que pegaba vuelo, de esos que dan los saltadores de vallas en las olimpiadas y que tenía algo atorado en el cuello.

La estatua estaba día y noche. Pero era por la noche cuando mirarla era más excitante donde la atmósfera de la alameda coincidía más con la inútil y mítica criatura que mi hermano y yo creamos mientras compartíamos un marciano. Los faros amarillentos, que nos pegaban en las nucas, le daban un tono ferial y los ambulantes de comida ofrecían una cena llena de sabor y cuestionable higiene, eso sí (recalco) de lo que uno no podía dudar era del sabor, ese gustito único del aderezo de las butifarras de dos soles, el aroma de la mazamorra de un sol y si pulseabas bien de setenta céntimos, el aceitito de la morena de los anticuchos y el crocante dulzón del turrón del señor del gorrito blanco que me decía que marque la chacana. Y todo esto acompañado del humor; que si tenías tiempo, correa y dos soles, de los cómicos ambulantes en las redondelas. Chistes rojos, dolor de barriga y tu turrón arequipay asegurado.  

Esa era la alameda, la que yo recuerdo ese pedazo de espacio donde la complicidad, el humor, la comida (Dios la comida) y precios bajos (y que bajos) se fundían en un ambiente que ahora está de moda. Ese poema vanguardista sin márgenes ni reglas (Donde Darío y Dalí hubieran llorando a los pies de mi ave mitológica) donde en cada esquina encontrabas al borde del rio Rímac (lleno de basura) una pareja que se profesaba amor eterno, de lo cual los pastrulos de la rivera eran testigos y bendecían. Ese caos  que se levantó encima de unos polvos azules ochentero que solo callaba cuando el tren se asomaba y entonces todos lo miraban pasar cual caballero de  brillante armadura, a sus viejos y oxidados vagones que serenaba el festín de todas las noches.

Diez años han pasado desde mi primera butifarra de la Señora Marta y mi turrón Arequipay. Ahora ya encuentro la forma de esa gigantesca y roja dama que baila una marinera eterna, con su pañuelo perenne al paso del tiempo. Diez años donde el caos que resonaba cual cajón de callejón de jarana victoriana, ahora suena a uno fichito y afinado de esos que toca Lucho Quequesana y salen el Plustv (Lima siempre será caótica, es su precioso encanto). Diez años desde que el bulto que tenía el ave mítica atorada en el cuello tomo forma de cabeza de mozuela. Diez años que Lima se tornó pituca y de moda, al igual que la alameda, donde con tres soles ya no compro ni un mazamorra y todo los ambulantes van con sus uniformes impecables y sin gusto, una alameda donde las butifarras ya no son de la Señora Marta, una donde los cómicos, cual profetas de un pasado incierto,  aún se burlan de los valientes de las primeras filas y los novios se juran amor eterno mientras los obreros de Vía Parque Rímac ahora los bendicen.

Si Lima al igual que Chabuca (la alameda) se viste de seda pero espero que siempre mona se quede.


(La alameda aunque fichita sigue siendo un gran lugar para pasear. Si vas a ver a los cómicos recomiendo que lleves sencillo, pues lo necesitaras, y si vas con tu flaca ¡QUE NO TE VEAN!)

Carlos Parra. 


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